La política neoliberal, más allá de ser un sistema económico, ha funcionado como un dispositivo ideológico para instituir una sensibilidad emocional como un imperativo colectivo de los modos de vida de una gran parte de la población mundial en donde se espera que el mismo individuo sea el responsable para logarlos. Un proyecto (aparentemente) de libre albedrío donde constantemente el sujeto se replantea y se reinventa acompañado de la sensación de libertad. Algo así como el efecto de un falso autodiseño, donde el individuo tenderá a corregir, cambiar, adaptarse, o incluso a contradecirse para relacionarse “correctamente” con el modo vigente de la interacción de la sociedad positiva actual. Y aunque deviene de la creencia de haberse escapado de posibles coacciones externas o ajenas, en realidad es otra manera de sometimiento con otras formas de sujeción y subjetivación desde otros sentidos y por otros medios, cada vez más intensos, más diferenciados y más abarcativos, pero con el mismo objetivo de dominar al individuo desde un mecanismo de control sutil, que técnicamente ha operado como una amable violencia para el Yo.

Está intervención en la sensibilidad perceptiva de los sujetos se ha intensificado progresivamente desde el siglo XX hasta nuestros días, por medio diversas instituciones capaces de fertilizar esa “realidad emotiva” y que ha dado lugar a una serie de prácticas específicas para concretarla. La escuela es una de ellas. El papel que ha jugado en el mundo contemporáneo ha sido como una herramienta estratégica para cimentar un orden social específico, un aparato al servicio de la cultura imperante, crucial en cómo se moldean nuestras vidas, donde el cruce de sus contenidos, lenguajes, imágenes y sentidos instituyen marcos de significación para hacer inteligible el tipo de vida que debe ser digna de vivirse, pero también el cómo ha de vivirse.